«Estoy en una celebración de algo en casa de unos familiares. Hay bastante gente. De una habitación a otra van y vienen personas; unos charlan, y otros ríen. Salgo de la sala de estar y desde la otra punta del pasillo veo de lejos... una orgía. Sorpresa mayúscula. Impactado por esa visión, vuelvo a la sala de estar. La gente parece que, o bien lo sabe, y siguen yendo y viniendo, o lo ignoran por completo.
Ha pasado un tiempo, imposible determinar cuánto. Estamos mi padre y yo en la puerta de una cochera. Me está diciendo el material y las herramientas que tengo que recoger de la casa de la celebración. Le pregunto dónde están y me lo indica, aunque no lo entiendo muy bien. Dentro del garaje hay una furgoneta grande de color blanco, parece una
Vito; abre la puerta trasera y saca algunas herramientas. La verdad es que va tan llena que ahí no cabe nada más. Además, la furgoneta ocupa toda la plaza de garaje: me pregunto
cómo habrá conseguido abrir la puerta para salir después de aparcarla, si está pegada a la pared.
Se nos acerca un chico, o un hombre, que parece un tanto retrasado, ofreciéndonos cintas de casete. Le decimos que no nos interesa. Seguimos andando y vemos que las cintas no eran suyas, estaban por ahí; vemos que sigue intentando vender objetos que no le pertenecen a todo aquél con quien se encuentra.
Andando llego (o llegamos, no sé) a lo que parece el final de una cola. La cola va hacia lo alto de una colina, aunque más bien parece una duna, porque todo alrededor es desierto. La gente se cubre del sol porque hay una especie de autopista por encima que da sombra.
Vale, a la cola. Un amigo está junto a mí en esa cola. Las típicas cincuentonas se nos cuelan, entre risas y cacareos (parecen espectadoras de
Cruz y Raya).
Señoooora, qué morro, pero nada, pasan de nosotros. No sabemos muy bien cuánta cola hay que hacer ni para qué. Puede ser que una vez lleguemos arriba no haya nada.
Ya estamos en el sitio, parece una especie de parque de atracciones. Van llegando pequeñas barcas de tres y cuatro plazas y la gente se sube y se deja caer por una pendiente que se introduce en una cueva. Llega una barca de cuatro plazas, se suben dos niños y es nuestro turno para subir, pero llega alguien corriendo y se sube de un salto. Nos mira con una risa burlona en la cara. Yo diría que es una chica, pero con aspecto y gestos muy masculinos. No sé. Esperamos la siguiente barca, que es de tres plazas y un niño sube con nosotros. Yo voy en el lado derecho. Impresionante la atracción, velocidad de vértigo, a punto de darte en la cabeza con el techo de la cueva, obstáculos que hacen pegar botes a la barca, puertas y salientes que pegan golpes laterales y se menea todo. Muy chula, pero se ve que es segura.

Finalmente desemboca a un trayecto relajado, parece un río artificial. Delante hay una bifurcación, y como llevamos volantes podemos dirigirnos como queramos. La barca de delante toma hacia la izquierda y la de más adelante hacia la derecha. El niño que nos acompaña conoce a una de las chicas de la barca de delante y habla a gritos con ella. Una chica que va en la barca de más adelante se vuelve, y la reconocemos, es una amiga y nos saludamos.
El niño de repente se lanza al agua (que no está muy limpia precisamente) y desestabiliza la barca, haciendo que nos caigamos también nosotros. Yo voy lo más rápido que puedo al lateral, donde hay una repisa sobre la que descansa la valla exterior del parque, y saco cuanto antes la cámara de fotos que llevo (no sé cómo cabe ahí) en el bolsillo derecho. Está chorreando. La enciendo. Va regular, no se ve nada en la pantalla. Además está rara, no recuerdo que tuviera la pantalla en blanco y negro. Es muy raro. Va cogiendo un color que parece óxido, pero no puede ser porque es más bien dorado. Se acerca mi amigo y me pregunta si funciona, yo le digo que más o menos. Le doy la vuelta y me doy cuenta de que es una
Nikon, debe ser la cámara de mi madre. Además, no lleva carrete.
Je, entonces no hay problema, pienso que si realmente no funciona pues le compraré una nueva, y punto.
No sé sabe muy bien cómo, ya nos han sacado del agua y ahora estamos en una sala, recepción quizás. Vemos que a un a chica le están echando un rapapolvos mientras que su amiga la está disculpando,
no lo va a hacer más, dice. La chica lleva unos agujeros en la nariz enormes, como si hubiera llevado toda la vida un
piercing de aro que le ha deformado la nariz. Del bolsillo izquierdo saco yo una bolsa con comida y ofrezco a los que están alrededor mientras cojo asiento. Yo me como un cruasán de chocolate. Nuestra amiga está allí y también come algo, se levanta de la silla y ya no la veo.
No sé en qué momento ha empezado a sonar música, pachanguera para más detalle. Y toda la gente se pone a bailotear un poquito.
Pues vale, qué ganas, pienso. Salgo por la puerta que parece dar a la calle, y en el patio exterior también hay mucha gente bailoteando, haciendo movimientos
a lo Bisbal. Me fijo en ese instante en que todos van vestidos como si salieran de una discoteca pijísima. Vuelvo a entrar, y me veo a mi colega también meneándose, bastante bien, al ritmo del pachangueo.
Esto sí que no puede ser».
ABRO LOS OJOS.